Por Rubén Chababo / 12 de Abril de 2013
A 37 AÑOS DEL GOLPE
POR UNA MEMORIA SOLIDARIA
En la mañana del domingo 24 de marzo último, en
el marco de los actos que conmemoraron el Golpe
de Estado que dio inicio a la última dictadura
militar que sufrió nuestro país, se desarrolló
el acto de plantación árboles en el Bosque de la
Memoria, en el Parque Scalabrini Ortiz. Allí, el
director del Museo de la Memoria de Rosario,
Rubén Chababo, leyó el texto que hoy
reproducimos. Una reflexión sobre los alcances
de la última dictadura militar, sus
persistencias y sus vacíos. Y, también, una
invitación al debate sobre la memoria, sus usos
y sus limitaciones.
Audio: Rubén Chababo / Director del Museo de
la Memoria
Estamos hoy aquí para conmemorar un nuevo
aniversario del 24 de marzo de 1976, una fecha
que definió un antes y un después en la historia
republicana de nuestro país. Un aniversario que
a diferencia de los anteriores coincide con los
30 años de recuperación democrática, una
conquista política de todos los argentinos que
allá por 1983 supimos alcanzar entre todos.
Treinta y siete años del último gobierno militar
y tres décadas ininterrumpidas de vida
democrática merecen sin lugar a dudas un
balance, una mirada en perspectiva que nos
permita pensar no solo en lo mucho que hemos
logrado sino también lo mucho que aún nos resta
por alcanzar.
Este 2013 nos encuentra en un país que ha sabido
rechazar sin ambajes la impunidad, con una
justicia que ha logrado arbitrar los mecanismos
para hacer posible que los responsables de
delitos de lesa humanidad comparezcan por sus
crímenes, con una sociedad civil que, más allá
de las diferencias ideológicas, coincide en su
gran mayoría en su rechazo a cualquier forma de
gobierno de facto. No es poco si lo comparamos
con décadas anteriores en las que la vida
institucional estaba amenazada continuamente por
la sombra del militarismo.
Una mirada en perspectiva obliga a decir que aún
la vocación autoritaria no ha sido desterrada
del pensamiento ni de la conducta de quienes
siguen imaginando que la resolución de los
conflictos solo puede dirimirse con más
violencia. Y tampoco hemos desterrado la
indiferencia como patrón de conducta, una
indiferencia que vuelve natural lo que debería
ser extraordinario, no otra cosa que la pobreza,
la exclusión y la marginalidad que siguen
formando parte de nuestro paisaje social,
económico y cultural.
Una mirada en perspectiva merece que digamos que
a pesar de lo conquistado, que a pesar de los
triunfos del campo democrático, queda mucho por
hacer. La realidad argentina no se ha
desprendido del todo de la violencia desplegada
por los agentes del Estado ni tampoco de la
impunidad, algo que conocen en carne propia
miles de ciudadanos y en especial, y en sus
propias biografías, las anónimas madres del
dolor, aquellas que siguen peregrinando en busca
de justicia por la muerte absurda de sus hijos.
Recordar la dictadura no debería nunca reducirse
a un mero ritual evocativo de aquello que nos
fue arrebatado por la violencia estatal, sino
por el contrario, debiera transformarse en un
acto de aprendizaje que, extrayendo enseñanzas
de lo más oscuro de nuestro pasado nos enseñe a
mirar sin ambigüedades el presente en el que se
debaten nuestras vidas.
La memoria de la dictadura corre el riesgo de
volverse estéril si queda reducida a la
nostalgia por lo perdido, y puede en cambio
transformarse en algo revolucionario si a partir
de ese recuerdo actuamos en relación a los
dilemas del presente.
En el corazón de esa catástrofe que padecimos
estuvo el desprecio por la vida y los valores
esenciales de la convivencia, la sospecha sobre
cualquier forma de solidaridad y la destrucción
de los principios elementales que hacen a la
vida en común. Eso lo sabemos, se trata de
preguntarnos qué hacer con ese saber y cómo
transmitirlo con un lenguaje nuevo a las nuevas
generaciones.
Porque las palabras se desgastan y pierden sus
sentidos originales si no las cuidamos o no le
damos desde este hoy, un nuevo significado.
La dictadura ha quedado atrás y se aleja de
nosotros año tras año.
Debiéramos entender que el verdadero desafío que
nos impone su recuerdo no es otro que empeñarnos
no solo en hacer imposible su retorno sino en
hacer resplandecer los valores que ella intentó
clausurar por la fuerza. De allí que evocar la
dictadura debiera ser una invitación constante a
comprometernos por expandir el imperio de la
justicia y el de la justa distribución de la
riqueza. Porque no es justo ni el hambre, ni la
exclusión ni el maltrato de uno solo de nuestros
semejantes y porque debemos volver, con
urgencia, solidaria nuestra memoria.
Hacemos que nuestra memoria sea solidaria cuando
pensando en los humillados de ayer reconocemos
el reclamo en los ojos de los humillados del
presente.
Hacemos solidaria nuestra memoria cuando damos
un salto tendiendo los puentes que nos permiten
entender que no podemos desconocer ni el dolor
ni la acechanza de nuestros semejantes, hacemos
solidaria nuestra memoria cuando el recuerdo de
las prisiones oscuras del pasado nos guían en el
reconocimiento y la denuncia de las que hoy aún
subsisten, en el corazón del sistema
democrático, reñidas sus condiciones con
cualquier principio humanitario.
Hacemos solidaria nuestra memoria cuando
denunciamos que no es posible que se siga
asesinando a los más jóvenes, pobres en su
mayoría, habitantes de los márgenes de nuestras
ciudades,- hijos de las villas, de las favelas,
de las poblas, de las callampas, de los
cantegriles- visualizados como desecho o
población superflua.
¿Hasta cuándo habrá de durar eso?
¿Hasta cuándo nuestras sociedades
latinoamericanas seguirán soportando esa afrenta
que da en el corazón de sus dignidades
nacionales?
No se trata de equiparar un solo día de la
dictadura con esta democracia que hoy gozamos,
sino en proponernos no pactar con el
acostumbramiento haciendo de la memoria un
ejercicio que logre extremar hasta el último de
sus límites, nuestra más íntima sensibilidad.
Porque de otro modo estamos condenados a quedar
petrificados bajo la forma de un monumento o de
consignas repetidas que de tan repetidas ya no
habrán de significarle nada ni a nosotros ni a
las próximas generaciones.
Porque ya aprendimos que dictaduras nunca más y
porque ahora debemos proponernos ampliar y
expandir los márgenes de ese mandato.
Si la memoria se vuelve algo intocable y
sagrado, si no se la interpela, es lo más
parecido al olvido.
Ser memoriosos del pasado no nos hace mejores
personas, decir que recordamos no nos transforma
en mejores ciudadanos en relación a aquellos que
prefieren el olvido.
Tener memoria no nos ubica necesariamente del
lado de la bondad ni garantiza en absoluto que
la barbarie no se repita. La barbarie solo se
conjura si sabemos reconocer su rostro detrás de
las máscaras y los disfraces con las que ella
reaparece en tiempo presente.
Por eso, para que la memoria de lo injusto no se
borre, para que el olvido no sea más poderoso
que el paso impiadoso del tiempo debiéramos
estar dispuestos a compartir nuestra memoria,
abriéndola para hacerle lugar en ella, a todos
aquellos que hoy, bajo el cielo de este país, en
el contorno de este amplio continente, siguen
esperando la hora postergada de la justicia.
De ese modo llegaremos a sentir acaso, que el
pasado es algo más que una fecha en el
calendario transformando los rituales y las
ceremonias en verdaderos actos de compromiso con
un presente, este presente, nuestro presente que
exige cada día más, lo sabemos, de nuestra
solidaridad y de nuestra necesaria presencia.
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Imagen: Carina Barbuscia sobre foto de Arte X
Libertad.