Por León Rozitchner / 5 de Abril de 2013
24 DE MARZO DE 1976/2013: MIRADAS
ENTRE EL PERDÓN Y EL DESEMBARCO
Treinta y un años han pasado de aquel 2 de abril
de 1982 en que las tropas argentinas tomaban las
Islas Malvinas en un intento desesperado de la
dictadura cívico militar de perpetuarse en el
poder. Los mismos verdugos que habían desatado
la cacería, a fuerza de silencio y terror,
decían encarnar la lucha por la soberanía y la
libertad. Pasaron tres décadas, y la urgencia de
ponerle palabras a nuestra historia reciente
sigue siendo nuestra batalla primordial.
Reproducimos un fragmento de la entrevista que
realizamos el 18 de julio de 1999 con el
filósofo y escritor argentino León Rozitchner, y
un texto, publicado en marzo de ese mismo año,
en el que se preguntaba si era posible el perdón
individual cuando el acto asesino sólo fue
posible dentro de un marco colectivo. León
Rozitchner, autor de "Malvinas: de la guerra
sucia a la guerra limpia", era una de las pocas
voces que en abril de 1982, a contracorriente,
se atrevían a decir lo que la guerra venía a
silenciar.
Audio: León Rozitchner - Escritor y filósofo
LOS LÍMITES DEL PERDÓN / Por León Rozitchner En ocasión de editarse un libro de Simon
Wiesenthal -Los límites del perdón-, este
problema ha vuelto a ser planteado entre
nosotros. La pregunta no se refiere al perdón
por cualquier acto. Se trata del perdón por el
asesinato inmisericorde, consciente y anhelado,
cometido por un ser humano sobre otro ser
humano. Quien a su vez formó parte de un grupo
humano en el cual se escudó, y cuyos crímenes
ejecutó apoyándose en la indefensión de los que
iban, inermes, a ser muertos.
Es decir: un poder histórico que produjo el
terror y la muerte como una necesidad intrínseca
de su propia existencia. Hablemos del nazismo,
como Simon Wiesenthal, o hablemos de los
asesinados por el genocidio argentino: el
problema del perdón sigue presente en ambos.
Hay varios principios por los cuales negamos que
exista el llamado "perdón" para este tipo de
actos. Ni como categoría individual ni
colectiva.
1) La vida humana es un absoluto que nadie puede
negar sin negarse a sí mismo en el acto mismo de
suprimirla en el otro. La vida humana es lo
único "sagrado".
2) La muerte sufrida por un ser humano no es la
de una mercancía consumida: no tiene
equivalente, no puede ser pagada con nada. El
asesinato no es un acto simbólico sino un acto
material-real irreversible (supresión de una
vida humana). No es posible plantear ninguna
equivalencia entre la expresión simbólica del
perdón para el asesino y la muerte real que
acabó con la vida del aniquilado. El perdón se
inscribe en una concepción dualista y
espiritualista: la separación cristiana entre
espíritu y materia, donde es posible salvar al
alma sin importar el destino, despreciado, del
cuerpo. En esta macabra equivalencia siempre hay
un excedente irreductible que ningún acto
psíquico puede suplir: la vida suprimida.
3) El perdón es individual y el acto asesino
sólo fue posible dentro de un marco colectivo.
El criminal no es un individuo aislado ni el que
perdona –aun siendo un familiar– puede hacerlo
en su solo nombre, sin comprometer su relación
con los demás asesinados. Ambos individuos
pertenecen a un conjunto social donde se cometió
el genocidio, y sobre ambos recae la
responsabilidad de enfrentar ese acto colectivo
criminal: uno por realizarlo, el otro por
sufrirlo. El acto del asesino como el del
sobreviviente tiene una inscripción más amplia:
el mero perdón (acto subjetivo-individual) no
puede alcanzarlo.
4) La aparente paradoja del perdón se apoya en
la ausencia definitiva del asesinado, pero en su
presencia todavía viva en la memoria de quien le
sobrevive. Sin embargo nadie puede perdonar en
nombre del muerto: nadie puede ocupar ni su
lugar ni su juicio por más que lo conserve vivo
en su recuerdo. El perdón significaría una
transacción indebida: una tragedia colectiva
reducida a términos individuales. Se
distanciaría de los otros y los dejaría solos.
5) El perdón concedido implicaría un nuevo
triunfo de los asesinos: el sometimiento
subjetivo sobre el aterrorizado y el
sobreviviente. Porque la tragedia entre los
asesinos que están vivos y la imagen del
asesinado que está muerto reproduce
incesantemente en el interior del sobreviviente,
cuanto más recuerde y más quiera darle vida al
muerto amado, el mismo enfrentamiento.
Y allí sólo caben dos desenlaces. Si el odio y
el dolor de quien quedó en vida permanecen como
una herida incurable, entonces debería, tal es
su coherencia, inscribirlos en la realidad para
equilibrarla: trabajar para que haya un mundo
donde los asesinatos no sean posibles.
Tendría que hacer incansablemente lo que hizo
Simon Wiesenthal o hacen nuestras Madres.
Quiero decir: combatir contra el sistema
productor de muerte venciendo el miedo.
Pero, si en su soledad sufrida lo sobrecoge el
terror nuevamente, entonces el perdón hacia los
asesinos lo salva a él también de la temida
muerte. Debe dejar de sentir odio, debe aquietar
el empuje justiciero de su cuerpo. Debe ser
"bueno". El perdón consiste en un nuevo triunfo
del asesino sobre el sobreviviente aterrorizado,
cuyo cuerpo marcado por el terror –que reaparece
junto con el recuerdo de la persona amada–
quedará así aliviado.
Y la Iglesia, que estuvo siempre con los
asesinos (tanto en el nazismo alemán como
durante el genocidio argentino) vuelve a ser
congruente con su historia y su presente cuando
pide el perdón a las víctimas y el
arrepentimiento a los asesinos: la muerte real
quiere ser reparada sólo por medio de una
equivalencia simbólica, mientras los asesinos
mantienen su efecto homicida real, material,
sobre la gente.