Por Osvaldo Soriano / 8 de Marzo de 2013
24 DE MARZO 1976/2013: MIRADAS
EL MAL ABSOLUTO
El próximo 24 de marzo se cumplirán 37 años del
último Golpe de Estado que sufrió nuestro país,
y que modificó drásticamente la geografía
social, económica, política y cultural de estos
arrabales. Con demasiadas heridas abiertas, con
impunidades cotidianas y abrazos ausentes, con
la justicia que amanece y los sueños que se
desperezan, es necesario pensar el Golpe, sus
causas, sus negociados, sus complicidades.
Construir un mosaico de miradas que nos ayuden a
entender, y a interrogarnos. Abre el truco el
indispensable Osvaldo Soriano.

Recuerdo aquel día del golpe de Estado que me
tocó vivir desde Bruselas: el noticiero de la
televisión belga mostraba tipos bigotudos,
ceñudos y entorchados que parecían la caricatura
de una irrecuperable republiqueta bananera. Esa
mañana que supe que había perdido la Argentina
de mi infancia, la de mi escuela y mi primer
trabajo. Perdía, como millones de compatriotas,
cosas íntimas e intransferibles; dejaba atrás
una manera de explicarme la vida, los
fundamentos sobre los que había construido mi
propio imaginario. Tenía treinta y tres años
recién cumplidos. Luego maduré boxeando contra
la sombra de la dictadura, lejos, sin pensar
mucho en mí, contando muertos, atragantado por
nuevos rencores. Fui, con las Madres de Plaza de
Mayo, con Cortázar, Osvaldo Bayer, David Viñas,
con miles de otros mejores que yo, uno más de lo
que los militares llamaban "campaña
antiargentina". Ese es uno de mis más íntimos
orgullos.
La dictadura ha significado, para mí, el mal
absoluto. No me salen matices para explicarla.
Quiero decir, asimilo a aquellos militares con
el régimen nazi y eso me impide comprender las
razones de los que trabajaron de cerca o de
lejos para ella, de los que colaboraron e
incluso de quienes fueron actores pasivos pero
conscientes. No les creo una palabra a los que
dicen aún hoy "yo no sabía lo que pasaba". Me es
imposible perdonar aquel "por algo será", el
"somos derechos y humanos". Me siguen pareciendo
inexcusables las conversaciones y los toqueteos
con el poder. Los almuerzos de intelectuales con
Videla. La estrategia de la reverencia, el
codazo y la palmada. Era mejor estar equivocado
contra la dictadura que tener razón
obedeciéndola.
Nosotros, los de antes, ya no somos los mismos.
Miramos con recelo, intentamos entender este fin
de siglo, pero nada podrá hacernos olvidar,
perdonar. Me acuerdo bien: volví por unos días a
Buenos Aires, estaba viviendo en casa de Tito
Cossa y Marta Degrazia, nos acogía Rafael
Perrota en el viejo diario El Cronista, que
había sido más o menos socializado y en esos
días secuestraron a Haroldo Conti, el autor de
Sudeste, una de las grandes novelas argentinas.
Me viene a la memoria la cara de Videla,
aplaudido en cines y estadios. La pesada
ausencia de Conti, de Paco Urondo, Vicky Walsh,
caída en combate pocos meses antes que su padre.
Yo estaba vagamente enamorado de Vicky aunque
ella no lo supiera.
De modo que no puedo escribir sin odio. Mataron
a treinta mil jóvenes y a algunos viejos,
guerrilleros o no. Destruyeron la educación, los
sindicatos combativos, la cultura, la salud, la
ciencia, la conciencia. Desterraron la
solidaridad, el barrio, la noche populosa.
Prohibieron a Einstein y a Gardel. Abrieron
autopistas y llenaron de cadáveres los cimientos
del país; dejaron una sociedad calada por el
terror que en estos días asoma en el juicio de
Catamarca. Somos al mismo tiempo el testigo que
se desdice y la valiente monja Pelloni. Somos el
juez iracundo, el abogado gordo y el tipo al que
retaron por estar con las manos en los
bolsillos. ¿Acaso no fue la dictadura, su largo
brazo estirado a través del tiempo, la que mató
a María Soledad? ¿No es el Proceso que sigue
asesinando pibes, asustando, castrando por
procuración?
En esos años vergonzosos se impusieron los
valores del éxito a cualquier costo por sobre la
idea de felicidad compartida. El plan de
aniquilamiento desató por su propia lógica una
guerra a la vez humillante y absurda. Eso
dejaron. Un escenario vacío y oscuro que había
que tomar en silencio. No quedaban civiles
armados en 1983; sólo conciencias heridas y una
pena infinita. Lo curioso para quien volvía del
extranjero era que la gente había enterrado
definitivamente a Perón, se inclinaba por un
abogado de Chascomús que antes le había
propuesto a Videla un pacto cívico-militar y
después impulsó un acuerdo radical-menemista.
Lo que pasó en las almas de los argentinos entre
1976 y 1983 es todavía un enigma. Los veinte
años que hemos vivido después fueron una
sucesión de avances y retrocesos, de incógnitas
abiertas. Sé que hay mil hipótesis y las he
escuchado todas. ¿Fue cielo alguna vez la tierra
que se convirtió en infierno? No lo sé, los
abuelos de nuestros padres decían que sí. Sin
embargo no hay razón para creer en viejas
fábulas. Hoy tenemos otras. Cuentos de príncipes
y cenicientas, héroes con amnesia,
sobrevivientes perplejos, chicos que no se
rinden. ¿Por qué habrían de hacerlo si lo que
está en juego es su futuro? Acaso a ellos les
espera una gran aventura republicana, pacífica y
fraternal. No se trata de una nueva ideología.
Ni siquiera de cambiar la historia. Simplemente
decirle no al olvido y levantar las viejas
banderas de Mayo, las que alguna vez hicieron de
este país una Nación rebelde y orgullosa.
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Imagen: Carina Barbuscia sobre fotos de
presidentesarg.blogspot.com y clarín.com
Recopilado en el libro “Cómicos, tiranos y
leyendas” (Seix Barral, Buenos Aires, 2012).
Publicado originalmente en Página/12, Edición
del 24 de marzo de 1996.
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