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Por Aída Albarrán / 9 de Noviembre de 2012
RELATAN LAS MADRES
POSTALES DE LA PLAZA

Aída Albarrán es maestra y escritora. Como compiladora y autora publicó "Relatan las Madres de la Plaza", libro editado por la Fundación Ross en el año 2010. Reproducimos aquí un fragmento de ese trabajo que, al decir de sus propias páginas, reúne "palabras sobre palabras para tejer una historia que no deja de hacerse presente".




Cuando la historia incluye a las mujeres -las olvidadas y marginadas de los discursos épicos- habla de mujeres excepcionales, una especie de "grandes hombres" o de brujas condenadas al fuego y al olvido porque las hogueras abrazaron sus cuerpos e identidad.

En estos relatos, las mujeres, las Madres, se hicieron y se hacen cargo de contar la historia. No les quedó otra alternativa que apropiarse de lo público porque sufrieron la experiencia de una pérdida irreparable en la peor de las circunstancias: la desaparición de un hijo durante la última dictadura militar. Entonces debieron pronunciar los nombres y los hechos que nadie pronunciaba, contradecir la versión oficial que utilizaba la retórica del terror y la rubricada con sangre para acallar las voces disidentes y garantizar la impunidad.

Con la democracia llegó el tiempo de la legalidad y la esperanza. Pronto advirtieron que los eufemismos "obediencia debida", "guerra sucia", "punto final", trataban de borrar los rastros, de bordear lo acontecido. La realidad no cabe en aquello que no se nombra: el poder lo sabe, las Madres también. No pactaron con el silencio cómplice. Sabían que el tiempo no es infinito y que si desaparece el pasado también desaparece el futuro de un pueblo. Por eso continuaron narrando, intuyeron que lo que no se estructura de manera narrativa se pierde.

Las Madres no fueron -no son- excepcionales, ni brujas. Son las "locas" de Plaza de Mayo. Con ese epíteto trataron de desacreditarlas, pero lograron lo contrario. Distinguidas en su locura no se sentaron a recordar y a llorar en la soledad del cuarto. Su respuesta fue la ronda de los jueves, donde el tiempo se constituyó socialmente y la experiencia personal adquirió un significado histórico, la recreación de la escena formará parte de la Historia pero en el lugar de la escena: en la plaza, se respira la paz de las cosas comunes. Hay que acercarse y escuchar.

En la plaza la historia tiene la inmediatez de lo simple. No hay retórica ni repliegue que pueda opacar la belleza y la fugacidad de las flores que se depositan sobre la placa que recuerda a la familia Labrador cuando se evoca la fecha de desaparición de un hijo. No hay palabra que exprese la turbación que se experimenta en el instante en que Ana Moro sonríe desprevenida junto a la foto de su hermana gemela, Miriam, arrancada para siempre de su lado. No hay sonido que pueda articular la imagen de una lágrima soslayada con pudor ni dar cuenta de la plenitud de esas reuniones que se realizan en casa de Elena Belmont, cuyo anfitrión es ahora su hijo, el bueno y "canalla" de José.

"¡El domingo se hace el asado!, ¿quién se anota?" retumba en la plaza la voz de Eduardo.
Algunas -pocas madres- no pueden asistir. Un hijo, marido o nieto las necesita ese día.
Pero no se suspende esa costumbre que desde hace tiempo, en la misma casa, se repite poco más de un par de veces por año.
En la reunión no se comparten penas. Se celebra la vida.

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Imagen: Carina Barbuscia sobre fotos de Alapalabra

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 
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